Le gustaba saborearlo, notar como iba circulando dentro de sí a gran velocidad hinchando sus venas al tiempo que el pulso se le aceleraba y su cuerpo le pedía fuego. Entonces él se lo daba y fumaban juntos, codo con codo, calada a calada, mientras se ensimismaban en las formas que iba adoptando el humo, el mundo reducido a humo, una triste metáfora, la metáfora de su existencia.
Intentó plasmarlo en el papel consiguiéndolo a medias. Siempre le pasaba lo mismo. Bastaban tres segundos para que todo, desde la idea más sencilla hasta la hipótesis más remota, desapareciese sin despedirse y sin decirle que no. Aún así tiró para adelante refiriéndose a su pasividad patentada, a la doble moral, a los hijos ilegítimos de su necedad, a la sensación de tranquilidad que siente cuando las cosas van mal, a la basura que ahúma la capacidad de olvidar, a lo mismo de siempre, a los entes que mienten con virtuosa facilidad para acto seguido resguardarse de la agonía de las despedidas que nacen de la imposibilidad de confiar.
PD: Lo releyó y no le gusto, pero eso no importaba, había vuelto a escribir.