24/4/17


MOLOKO-PLUS

      No me acompaña hasta la puerta. Se ha ofrecido y le he dicho que no, que no hacía falta. Aunque debería ser naranja es completamente negra. Pulso el sistema de emergencia que tiene adherido y a penas sin esfuerzo siento de nuevo la brisa helada de otra madrugada de abril. Enciendo un cigarrillo, me abrocho el abrigo y subiendo la capucha comienzo a andar. Estoy solo. ¿Qué acaba de pasar?

Camino por calles recién fregadas. Las farolas modernistas dejan paso a las fernandinas. Los edificios emblemáticos desaparecen. Mamotretos de hormigón y ladrillo, surgidos en los locos años ochenta, me flanquean el paso. Sólo mis pensamientos interrumpen el silencio.

- ¿Qué es lo que quieres? - Me preguntó tras unos instantes de duda -.
- ¿Yo? Nada.
- Mientes. Todo el mundo quiere algo.

Claro que mentía. Todo el mundo quiere algo: ropa, calzado, un plato de comida caliente, el calor de un hogar, una cama de la que levantarse todas las mañanas... De ella, en cambio, no quería nada más que un poco de su tiempo. ¿Para qué? Para conocerla antes de verla, para descubrir lo que hay tras esa mirada después.

María es alta, delgada, con unos ojos hipnóticos de color marrón y el pelo tan negro que atrapa las estrellas. Parece una chica lista y con inquietudes, ha empezado cuatro carreras y acabado dos. En su tiempo libre investiga sobre viajes instantáneos y la destrucción y clonación de la materia. Tiene la piel nacarada y una presencia que impacta. De sonrisa sincera y cercana en el trato, saca el carácter en cuanto se ve acorralada o frente a razonamientos injustos. Despierta y atenta a los detalles, todo lo intenta comprender. Pese a transmitir una seguridad y una confianza absolutas se siente, como todos, vulnerable ante las palabras amables y escéptica hacia los cumplidos. Siempre alerta, intuye que malas intenciones se parapetan detrás de 'esa sonrisa bonita' o de una pregunta íntima. Amante de la libertad, sus ansias le hacen soñar con volar, irse lejos, vivir lo que sea que tenga que vivir durante el tiempo que tenga que durar. Por la convicción que desprende estoy seguro de que lo va a conseguir.

He llegado a casa. Son casi las tres. Todos duermen. Voy directamente a la habitación y pese a no querer que el día termine debo descansar. Las zapatillas y los calcetines salen fácilmente, el pantalón, como de costumbre, me cuesta ocho pueblos más. Me acuesto, apago la luz y cierro los ojos. Aunque lo más probable es que no la vuelva a ver, ha merecido la pena.