Me lo encontré la otra noche a eso de las seis de la mañana cuando regresaba a casa después de haberme desvelado y decidido salir a meditar. Iba caminando sólo, con una cerveza medio vacía, la cara pálida y con la apariencia de haber estado bebiendo sin parar desde hacía horas... quizá días. Al verlo me acerqué, lo conocía demasiado como para no darme cuenta de que algo le rondaba la cabeza y quería satisfacer aquella repentina curiosidad lo antes posible, así que le saludé con total cordialidad y le invité a tomar algo. Fuimos a un bar poco concurrido para evitar que me viesen en su compañía y una vez allí nos sentamos a charlar en una de las mesas más apartadas.
La conversación empezó cómo todas, a base de preguntas absurdas y del todo innecesarias que sirven para construir un clima propicio para las confesiones. Hablamos mucho, tanto que ya había olvidado el hedor que emanaba de su ropa tras la tercera consumición. No recuerdo el tiempo que necesitó para sincerarse pero lo que sí sé es que se acabó por desmoronar. No pudo aguantar más y tras unos minutos de llantos y sollozos me confesó con cara de pena que ya nada le importaba, que nada le quedaba al margen de sus frustraciones y que solamente encontraba sentido a vivir cuando bebía. Traté de consolarlo con otra copa bien cargada (así era como las tomaba) y cuando surtió efecto le dejé algo de dinero y me marché a casa a descansar. Me acosté con la sensación del deber cumplido: esa misma noche moriría en algún portal.
PD: ¿Qué importancia tiene la destrucción de un hombre a manos de sí mismo?