6/1/15



AGUA CLARA, AGUA TURBIA.
 
  Ya es de noche en el bulevar. El invierno aprieta y por eso no hay nadie, a excepción de la luna, claro está, que en toda su envergadura y lucidez parece ser único testigo de la fuerza con la que la naturaleza muestra su disconformidad. De pronto una figura aparece en escena. Vaga encogida pero con aplomo, como pensando, sin miedo a pesar del viento que la zarandea bruscamente, intentando disuadirla tal vez, y arreciando a cada zancada que con empeño consigue dar. Pasados unos minutos enfila el Puente Viejo y, una vez en el centro, cobra forma y se detiene. Es un hombre, se trata de Daniel.

  Daniel mide exactamente como el común de los mortales, su pelo es de ese color indefinido que poseen los que un día fueron rubios y sus ojos, azul ambiguo, presiden junto a espesas cejas la cara típicamente ovalada de los López-Cisternas, la familia paterna. El paso del tiempo ha hecho mella, sobre todo, en las pequeñas manos otrora torpes, ahora ásperas y diestras, llenas de cicatrices y desgracias. De piel blanca, norteño de pro, barba peregrina y quilos contados, trata de cubrir la esencia de sus pensamientos tras una máscara de refinamiento y osadía, como si de este modo su tránsito por el mundo fuese a ser distinto.

  Desde que Montse, la comadrona, le había dado el primer abrazo hasta hoy, además de pasar más de dos docenas y media de años, había tenido que plantar cara a sucesivos problemas de diferente índole y con distinto resultado. Dos resultados concretos más bien: la gloria efímera y el abundante fracaso.

  De su personalidad no sabía gran cosa. No porque no hubiese pensado en ello, ni porque careciese de vida interior, es sólo que cuantas más vueltas le daba más confuso se volvía todo. Hubo una vez, más o menos mediada la adolescencia, en la que sentado con la vista fija en un jarrón descubrió la siempre siniestra verdad: no era una buena persona. Y supo, de manera similar a la del cervatillo que intuye como caminar, que los días de gloria habían dejado paso ya a los de vinagre y rosas.

  Y el tiempo pasaba y los fracasos llegaron, uno a uno los fue amontonando, “para mañana” se decía, y más y más todavía apilándose seguían, hasta que al fin, un buen día, o mejor dicho, esta noche, lo acabaron ahogando.