Llegaron una a una con marcado paso militar y la frialdad de un cirujano. Seguían un ritmo oscilante, a veces pausado y a veces frenético, a veces nervioso y a veces impasible, a veces terrible y por momentos siniestro. Las fui despachando lo mejor que pude en el rigurosísimo orden en el que iban llegando, poco a poco, sin a penas inmutarme, sonriendo como sólo sonrío cuando algo no me hace gracia y conteniéndome como nunca me contengo. Tratando como estaba de procurar llevar la expresividad hasta mínimos absolutos un único deseo apareció en mi mente; quería tintar las paredes, golpe a golpe, durante largo rato, sin pestañear, sin que me diese tiempo a si quiera pensar ni mucho menos a que un simplón atisbo de sensatez interrumpiese aquel armonioso martilleo que me tranquilizaría; pero... al poco deseché esta opción. No por nada, es sólo que la consideré cobarde e inútil, tremendamente inútil y, tras levantarme, decidí serenarme, no tomar calmantes y echarme a dormir.
PD: Mañana será otro día, pensé. Pero lo cierto es que tan sólo era ira contenida.

No hay comentarios:
Publicar un comentario